Para Martis
cada mañana
en el mismo lugar:
yo con mi desayuno a medias.
Ella
con su iPod morado
a todo volumen.
Recuerdo
que odiaba madrugar
casi tanto
o más que yo.
Llegaba.
Tarde.
Casi siempre.
Una sonrisa a modo
de disculpa
y no podías evitar
quererla
un poquito más cada día.
Tenía superpoderes
aunque no lo sabía:
mi favorito
era
el de venir a merendar
conmigo, al trabajo,
sin avisar,
siempre que estaba
al borde del colapso.
La primera vez
que me despedí de ella
se iba a Madrid,
con la maleta llena de ganas
y la promesa de vernos allí.
Promesas de volver,
seguir, continuar,
crear, soñar...
Que seguían vivas
cada vez más.
La segunda vez
que me despedí de ella
ha sido la última.
Y ahora no sé dónde está.
Gracias. Un beso, Maria Jose
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